miércoles, 10 de agosto de 2011

Artículo: 01 Agosto de 2011 - Ensayo y Error

Son loables los esfuerzos que se realizan desde el Ministerio de Educación y las entidades territoriales por mejorar la calidad, teniendo como referente los resultados de las pruebas que efectúa el Icfes y el pobre lugar que ocupa el país en estudios internacionales. Sin embargo, no todo lo que se hace es bueno solo por sus buenas intenciones.
Hay muchos estudios que muestran que la calidad depende en altísimo grado de los maestros, pero no es tan claro cómo mejorar su desempeño. Influyen la formación inicial, el nivel cultural, el entorno en el que trabajan y el clima institucional. El contexto familiar de los estudiantes, la disponibilidad de materiales, bibliotecas e infraestructura son relevantes en los resultados de aprendizaje.
También son importantes los lineamientos curriculares y los textos escolares.
En semejante complejidad de variables, que interactúan de maneras diversas según las regiones, la cultura local y los recursos disponibles, parecería que cualquier iniciativa es buena. Sobre esta suposición se impulsan multitud de contratos y proyectos financiados por el Estado y que rara vez son sometidos a evaluaciones rigurosas que demuestren su eficacia. Empresas, fundaciones y universidades han convertido las arcas públicas en una caja inagotable de recursos para hacer cuanta cosa se les ocurre. El contrato de la Secretaría de Educación de Bogotá con Alma Máter es apenas una muestra. Pero si los órganos de control se pusieran en la tarea de cuidar los fondos públicos, encontrarían una cloaca.
Se sigue creyendo que la intuición es suficiente para el desarrollo del sector. Que hay que mejorar la formación de los docentes, pues contratemos a alguien que les haga jornadas de dos, seis o diez horas. Que eso vale cien, mil o veinte mil millones, pues seguro que algo servirá. Que los niños necesitan materiales, pues compremos cartillas a fulanos o menganos, que tienen una propuesta lo más bonita.
Pero no suele haber evaluaciones expertas de las propuestas, ni grupos que hagan seguimiento científico de resultados, ni control longitudinal en cohortes de ocho o diez años, que son el lapso en el que se pueden verificar y consolidar modelos consistentes.
Los casos de corrupción que hacen curso en los estrados judiciales son de obras públicas, de drogas vencidas, de desviación de recursos de la salud... Estos son campos verificables: una avenida tiene diseños, especificaciones y tiempos de ejecución. El ciudadano del común puede ver si la obra se detuvo o las losas se rompieron antes de tiempo. Una droga, antes de llegar al público, pasa por años de experimentación hasta asegurar que sirve. Si alguien vende comida adulterada a un cuartel, eso se puede constatar. Pero quién dice si lo que compran el ministerio o las secretarías para mejorar la calidad ha sido puesto a prueba o si lo que funcionó en Bulgaria o Suiza funcionará en Quibdó. Hay contratos costosos, que equivaldrían a poner al Indio Amazónico a asesorar el sistema hospitalario.
El problema es que el sector no tiene articulación entre quienes hacen investigación, quienes forman a los maestros y quienes hacen la política pública. Por esto, las facultades de educación no están haciendo bien su tarea, a pesar de tener grupos de investigación muy importantes. Estos no investigan sobre los asuntos pertinentes al mejoramiento del sistema educativo, y los que deciden el gasto no se hablan ni con los unos ni con los otros.
El caso de Alma Máter en Antioquia es el mejor ejemplo: el consejo académico de la Universidad de Antioquia se opuso con argumentos académicos, pero la decisión fue política. Nadie investigó la eficacia del programa y dos años después se reprodujo en Bogotá. Todo dizque para formar maestros.

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